Una semana sin empleada me deja una doble sensación. Caos, imprevisibilidad, me preocupan. Libertad, omnipotencia, felicidad de no tener que aguantarla en mi casa todo el santo día. Para sobrellevar el despelote he hechado mano a mis electrodomésticos maravilla: el lavavajillas de fin de semana no tuvo tregua de lunes a viernes, y el secarropas que estaba para grandes ocasiones igual que un vestido de fiesta, laburó a full. Un secado por día mínimo. El lavarropas es el ché pibe de esta historia. Es fundamental pero obvio. Vuelvo al secarropas. Una mezcla de temor religioso al recibo de luz y una ética casi inquebrantable me previenen normalmente de abusar de él. Me digo, tengo aire, sol, un fondo. Cuidemos el planeta aunque yo odie ver la ropa colgada arruinando la vista del jardín todos los días. Pero esta semana de junio, sola con la tribu, mis prejuicios éticos se vieron superados ampliamente por consideraciones prácticas. En algún momento del día se me cruza la duda como una nube negra. Qué futuro le dejamos a este planeta? y todo por secar mi ropa hoy, ya, ahora?
Aún así, cuando saco la ropa sequita y la tiro al tacho de plástico, siento una satisfacción culposa, voluptuosa. Y cuando doblo cada cosa, sobre la mesa del living, es como si estuviera en el primer mundo, por un rato cortito así.
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