En el almuerzo de fin de año me encontré sentadita al lado de una manager muy macanuda que tiene 33 años (baby!!) y también es uruguaya. La charla fluyó a velocidad warp 3 (algo que aprendí con Buck Rogers o Star Trek, ya ni me acuerdo...). Y de pronto ahí estaba yo otra vez contando de cuando terminé la maestría, y nació Andrés con SD y la crisis del 2001 y el segundo embarazo enseguida, y laburo que enganché luego y el doctorado que empecé pero dejé... Y puff. Del final de toda esa historia hacen ya seis años!!!!!!! y sigo dando matraca. Una parte de mí lo dejó atrás pero otra es la que sigue contando el cuento. Me pasaba lo mismo con los novios. Los que me dejaron atravesado el puñal (no seas mal pensada por favorrrr), cuánto tardaron en esfumarse de mi mente? aaaaññññooooosssssssss
Así todo. Por eso cuando hoy leí esta nota en The Guardian me sentí un poquito más liviana. Una vez más me crucé con la justificación para mi ansiedad de aquellos años por dejar a mis hijos el día entero con extrañas, por aquellas ganas lejanas de plantar flores en el jardín o hacer cheesecake en mi casa (la época de pioneer woman no me duró mucho, te digo), por la bronca con mi marido que no entendió durante un año entero y más, que si yo trabajaba, esperaba de su parte un 50% de colaboración (me hubiera conformado con un 30% pero quedamos lejos). Y después me dije:
-pucha! otro libro que debería haber escrito pero me ganaron de mano (buée, algo así)
Y eso me lleva a recordar un nuevo problema que tengo con mi ego indomable (mirá que está apaleado pero no se rinde): sabés que lo que quiero es escribir un libro, pero mi ansiedad (y falta de talento... y tiempo?) me lo impiden hasta el momento. Y el nabo de mi superyo que cree que con eso voy a alcanzar la realización personal. Estoy jodida
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