El fin de semana pasado estuvo mi madre de visita (no ¨mi mamá¨, porque en uruguayo suena como si tuviera cinco años, te aclaro por si vas de visita pa´ que sepas cómo hablar, eh). Eso que para otra gente es normal, en mi vida es extraordinario porque la escapadita fue desde España (luego siguió de largo a Montevideo) y porque eso es así desde que tengo diez años. Así que cuando mi marido me dice ¨tengo miedo de que te conviertas en tu madre¨, estamos hablando de herencia genética y no sólo de copiar gestos o actitudes de manera inconsciente, sólo por el hábito de la convivencia, y por lo tanto oh my god, no tengo salvación. Pero ojo, mi respuesta es que mi madre ha perdido la capacidad de empatía con el mundo, vive en su propia galaxia de soledad hace décadas. Por el contrario, acá yo vivo en un planeta bastante poblado, en una esquinita la de la Vía Láctea, así que me quedo tranquila, un poco al menos, aunque me parezco a ella en el famoso carácter explosivo, ahí no tengo salvación... Y entonces, empiezo a mirar a mi alrededor, mis amigas y sus madres, las comparaciones más feroces son las de amigas en su edad actual versus sus madres hace veinte años o más, ahí me encuentro las arrugas que tenía una en la frente, los brazos gordos de otra, la que se ha puesto caderas redondas igualitas a la susodicha de aquellos tiempos, la que mandonea al marido, la que se dejó estar, canosa y despeinada, la profesional superexitosa, la neurótica irrefrenable (esa sería yo?), y para qué seguir la lista. Cierto que también está la sabia, la relajada, la generosa de sonrisa grande. ¿Conclusión? convertirse en la madre de una, puede no ser lo mejor, puede ser inevitable, aunque para algunas afortunadas, es una buena noticia. Como siempre, yo no pertenezco a ese club.