Los viernes no hay clase a la tarde en el jardín de Agus. Hasta ahora que estaba lindo, me lo llevaba a la placita un rato, esas cosas. Pero hoy con los areneros mojados y estos primeros fresquitos del otoño me puse vaga y le propuse que ¨sólo por hoy¨ hacíamos un paseo especial. Y allá nos fuimos al pelotero y las hamburguesas. Como siempre, ya estaba arrepentida de haber ido apenas llegué a la la cola para comprar la Big M. Pero bué, ya era tarde. Compré la cajita felíz, y otra pochez semejante para mí, para desperdiciar mis tres idas al club de la semana.
Nos encerramos en el cubículo de los toboganes, por suerte esta sucursal da a la calle, todo muy vidriado, pero con olor a papa frita. A mi alrededor había varios padres con sus niños, y por alguna razón casi todos me parecían unos pelotudos inmaduros que simulaban ser gente responsable que le ordenaba a sus hijos en voz demasiado alta: ¨¡vení a comer la hamburguesa!¨.
Dos por tres dudo de la aptitud como padres de todos los de mi generación. Incluida la que suscribe, claro. Así que después de un rato de acumular culpa (y de ver que el sol estaba brillando otra vez), lo convencí a Agus y nos fuimos a la placita, que estaba muy ventosa y tenía toda la arena mojada. Cuando íbamos en el auto le conté que al Mac no íbamos a volver hasta dentro de ¨muchos muchos días¨ porque la comida era muy chancha. Y él me contestó ¨no, mamá, es Mac rica¨. Me muero
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