Cuando era chica odiaba mis piernas, las pantorrillas finitas, y sobre todo, la parte casi del tobillo que de tan flaca parecía un esqueleto. No usaba mini o la usaba pero sintiéndome fea. Odiaba mis pies grandes y torcidos. Después odiaba tener una teta más grande que la otra. Odiaba mis orejas siempre un poco más abiertas de lo recomendable. Para el tema orejas no ayudaba que mi madre se dedicaba con ahínco a tapármelas con el pelo suelto, con colitas de caballo justo sobre las susodichas, como pequeños mostruos que era mejor mantener ocultos. Será por eso que cuando se fue a vivir a España, yo tenía once años y por primera vez en mi vida me pude hacer una cola de caballo y no me la saqué por casi un año. Mis orejas feas y grandotas fueron libres por fin. Pero no, el tema de hoy no eran mis orejas. El asunto es que todas esas partes de mi cuerpo fueron aceptadas finalmente, me reconcilié con mis piernas, me quedé sin lolas después de tres embarazos y amamantamientos, y mis orejas me dan más o menos igual. Pero siempre que puedo me las cubro. Pero como siempre hay algo que jode, ahora el mamarracho que me desvela frente al espejo es la grieta que tengo en el entrecejo, producto de años de chicatez, y de angustia también, seguro.
Me miro y pienso, ácido hialurónico, me quedará un huevo en la frente, serivirá de algo?, botox no, me da miedo quedar con cara de bruja, de loca. Las caras botoxeadas cambian, asustan. Las caras arrugadas hacen pensar, carajo cómo le pasó el tiempo por arriba a éste también... No quiero saber cuál será mi mayor problema estético el día en que me reconcilie con mi entrecejo
Hace 2 horas
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