Esta vez voy en estéreo con mi otro blog, pero te dejo el cuento también acá. Es que fue una noche inolvidable:
Parece que va a nevar, me dice Gerardo. Pero no, es lluvia finita, y un frío de invierno verdadero, de noche a la intemperie, no el de calefacción y auto y mediodías de sol que vivo en mi burbuja presente. Estamos viendo a The Boss, cantando y tocando la guitarra con los moves de tres décadas atrás. El frío me lleva a las noches de mi adolescencia en minifalda, saliendo a bailar desabrigada, congelada por el viento montevideano, cuando no lo vine a ver porque era chica, tenía dieciseis años y el viaje a Buenos Aires era caro y el peligro incluido, nebuloso.
Pasó mi vida entretanto. Hoy estoy en el Campo preferencial. En casa quedaron cuatro hijos y un amigo, jugando juegos en la computadora, y la empleada, mirando HBO. Y yo vengo a recordar mis Glory Days. Veo una bandera de Peñarol flameando a unos metros, más cerca del escenario. Fue Leonardo el que mi hizo escuchar a Bruce Springsteen, y a Dire Straits. Me pregunto si puede haber otro uruguayo tan hinchapelotas como para venirse con esa bandera. En el fútbol nunca nos pudimos poner de acuerdo. Me voy lejos, a una charla de reencuentro imaginaria, a una foto para subir a Facebook y hacerle adivinar a las pocas amigas que lo pueden recordar de aquella época, quién es el personaje que me encontré. Me pregunto si estará canoso o pelado, si tendrá rulos grises o se habrá convertido en su papá. Escaneo las caras cercanas pero no lo encuentro, sé que si está, es allá adelante, pronto para cumplir su sueño viejo. Me pregunto si le quedará entusiasmo para la aventura, o si estará en Montevideo y le habrá dado pereza la travesía o el gasto para venir. El show pasa, The Boss recorre el campo con su guitarra, impresionante. Nunca ví un show como este en mi vida. Nos movemos para todos lados tratando de seguirlo. Hay una valla pero está ahí, a tres, cuatro metros. Los sueños se cumplen, pero no tienen buen timing. Seguimos así hasta pasada la medianoche. Bailamos Dancing in the dark, pero la que sube al escenario es una nena de veintipocos años, posiblemente no había nacido en el ochenta y cinco, cuando aluciné con el video.
Cuando termina, salimos todos tranquilos, en silencio, apurando el paso para no congelarnos, no me cruzo con ninguna bandera uruguaya, ni de Peñarol. La vida sigue. Algunas puertas del pasado siguen cerradas.
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