Terminaba 1987 y yo tenía que elegir qué orientación iba a seguir en el bachillerato al año siguiente. Las certezas se terminaban para siempre. Desde entonces nunca tuve paz, quizás antes tampoco pero no lo sabía. Era más feliz cuando no tenía que tomar decisiones.
Como yo creía en mi test de coeficiente intelectual, y mi ego también, a pesar de que me encantaba la literatura, no me veía en otro futuro posible que siendo profesora de enseñanza secundaria, y con quince años, qué destino peor se podía imaginar. Así que me decidí por el bachillerato biológico, orientación medicina. Para cuando habían pasado dos meses, mi nivel de inseguridad se había instalado en los valores estándar que manejo hasta ahora para cualquier decisión y entonces llegué a la conclusión de que mejor era pasarme a humanístico. Para fin de año terminé dando las dos opciones, todas las materias libres. Así empezó todo y nunca pude parar de dudar. Entré a la facultad de Ciencias y las voces en mi cabeza eran tan fuertes que no escuchaba lo que explicaban los profesores. Los dos primeros años fueron muy duros pero me salvó todo lo que me divertí con los amigos nuevos. Al tercer año decidí meterme de cabeza para adelante, ya no podía abandonar y empezar algo nuevo. Terminar la licenciatura en bioquímica me llevó seis años, la Maestría otros tres, y aún hasta el final no estaba segura de estar en lo mío pero tenía la conciencia de que era feliz cuando me sentaba en la mesada con el sol entrando por la ventana al lado mío, las pipetas y los eppendorf ordenaditos para empezar el experimento del día. No le presté atención a eso. Después vinieron los hijos y los cambios de planes inesperados. La crisis económica y la falta de futuro para la ciencia. Como yo no podía salir del mandato de que el trabajo es para ganar plata, llegó el momento en que decidí cambiar por un ambiente donde los sueldos eran buenos en serio: la industria farmacéutica. Al principio me gustó la vida de oficina y ganar bien, comprarme ropa para ir a trabajar. Pero la duda nunca desapareció. Se duplicó. Ya no era solo si debería haber hecho ciencia o literatura, sino si debería haber abandonado la investigación básica o no. La verdad es que la ciencia me abandonó a mí, y yo me fui volcando a estar con mis hijos. Durante muchos años no hubo nada que me importara más que estar en la puerta del jardín a la hora de la salida, llevarlos a los cumpleaños y ni hablar las terapias especiales y los médicos semanales de mi hijo con discapacidad. Dos hijos era un número manejable y los plazos para volver a trabajar eran razonables. Cuando tuve dos hijos más todo cambió. Las actividades de mamá se volvieron repetidas pero los niños y el amor eran nuevos. Yo no me estaba haciendo más joven y el tiempo pasó, la ciencia se revolucionó, mis colegas crecieron y yo quedé atrás, muy atrás como un puntito en el horizonte.
Después de muchas peripecias, todas en bajada, este año llegué a la conclusión de que mi única salida laboral es a través de una startup. Invertir o participar. Parece que llegué a lo segundo. Después de tantos años otra vez me ofrecen una OPORTUNIDAD: voy a ser socia de una startup. Eso significa trabajar sin sueldo por un futuro como accionista de una biotech. Suena muy lindo pero mi nivel de realismo y de depresión basal ya no permiten que me ilusione mucho. Incluso estoy a prueba.
Me pongo a leer los papers científicos que avalan la base tecnológica del proceso, y me encuentro recuperando conocimiento hundido, investigando para recordar lo que supe de memoria, y veo finalmente mi carrera como una herramienta. Cuando estudiaba no imaginaba cómo podría usar al retículo endoplasmático en mi vida. Cuando terminé la maestría, la idea de armar una empresa era una locura extraterrestre en medio de la crisis del 2001. Cuando trabajé en la industria farmacéutica, todavía tenía demasiadas expectativas sobre mí misma y me sentía subutilizada archivando documentos esenciales de los ensayos clínicos en un salón gigante sin ventanas, tapado de estanterías, la viva imagen de la burocracia letal. En todos los trabajos que tuve mi formación básica era requerida como conocimiento, no necesariamente para ser utilizado en la forma en que me lo enseñaron. Nunca más tuve que usar la centrífuga ni el espectrofotómetro, ni un termociclador entre tantos otros aparatos. Por suerte mi curiosidad inútil me ha llevado a seguir leyendo abstracts sin parar durante más de una década fuera del sistema, aunque sí tuve que aprender sobre cada tema en el que estuve involucrada en la investigación clínica. Pero recién ahora, una vez más me vuelvo a enfrentar con una tarea para la cual alguna vez me formé. Ya no siento que debo pipetear para hacer mi trabajo, porque ya no es posible. Pero de toda esta incertidumbre puedo sacar una conclusión. No le erré a la carrera que elegí. Le erré a varias decisiones que tomé en el camino, sistemáticamente. He sido una máquina de tomar decisiones malas y probablemente lo siga siendo. Hago mal las cosas, me atropello, me distraigo patológicamente. Ahora ya sé que soy casi bipolar, con trastorno de ansiedad generalizado y probable depresión aunque no me la han llegado a diagnosticar, he ahorrado en psiquiatra este año. No sé si voy a poder hacerlo mejor o distinto que las veces anteriores. Pero lo voy a intentar una vez más. Puede que lo único nuevo que haya aprendido sea que ahora sé todo lo que hago mal, a pesar de que no veo cómo puedo cambiarlo. Antes tenía esperanza de que un nuevo comienzo iba a traer el cambio definitivo. Ahora sé que eso no es posible. Si lo logro o no, va a tener que ser con todas estas limitaciones, que no se van a ir. Podré?
Lo loco, como siempre, es que esta oportunidad apareció justo cuando tenía una versión bastante corregida de mis relatos y estaba por poner la energía en tratar de que me publiquen una nouvelle o finalmente entregarme a la autopublicación con distribución que me han ofrecido.
Al final nunca puedo dejar de elegir
viernes, 24 de noviembre de 2017
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